martes, 3 de marzo de 2009

¡Que vivan los títeres!


El arte del títere es tan antiguo y tan nuevo como todas las artes. Una cara de él se viste de calle y la otra de corte, o de laboratorio. Una se nutre de la vida cotidiana vista desde la ventana del vecino, que se divierte con los personajes y los pequeños y grandes dramas del barrio. La otra, de la vida psicológica, de la metafísica de los círculos intelectuales que ponen lo bello y lo feo en un mismo plato de la balanza, que escogen lo tierno y lo cruel, lo truculento y lo idealizado para causar extrañeza, conmoción, para despertar al hombre embotado que está en la platea. ¿Hay un modo de hacer teatro de títeres que sea más genuino que otro? ¿Hay uno que esté más cerca del hombre que otro?

Si creyéramos que todos tenemos la capacidad de hacer bien cualquier cosa, tal vez podríamos pedir cuentas al que las hace de una sola manera, pues podría haberlas hecho de otra. Pero, en general, cada quien tiene sus talentos y sus carencias y aprende, a lo largo de una historia personal, a hacer las cosas de un modo particular, a su estilo. Alguien puede ser fantástico en un callejero y otro en una sala. No se trata de contraponer modos ni estilos, sino de que cada quien encuentre la veta que mejor le va.

He conocido durante mi experiencia en el mundo de los titiriteros, posturas muy poco flexibles -dogmáticas, podría decirse-, que no dan lugar a lo diferente, que lo menosprecian y se arrogan la jerarquía de guardianes del campo. Lamentablemente ese tipo de posturas, poco inteligentes, lo único que provocan es el encierro, la autolimitación alimentada por la autocomplacencia.

Felizmente la creatividad del arte, como la vida, se renueva por propio impulso y los dogmatismos, a la larga, son superados por el hacer refrescante de las nuevas generaciones.

Manos nuevas para un arte antiguo pero vivo, es decir siempre renovado. Nuevas manos para animar los huesos de los títeres, para suscitar vida allí donde sólo hay materia inerte. ¿Qué importa si la escena se convierte en ritual esotérico, en tragicomedia, farsa, drama, juego circense o pantomima? ¿Qué importa si las sombras despliegan su imagen evanescente o la cachiporra hace sonar las cabezas de cartón piedra? ¿Qué importa si el espectáculo se erige en fiesta popular, comunitaria, llena de ruido, interferida por el tránsito bullicioso de la vida cotidiana o si el espectador es arrebatado a un concentrado aislamiento en la oscura platea de un teatro, frente a una escena fantástica creada por el artificio de la escenografía, la música, la luz, la palabra y el movimiento de los personajes? La esencia del títere se manifiesta prolífica en sus múltiples expresiones y propone al espectador variadísimas experiencias. Si el movimiento forma parte de su esencia y el movimiento es cambio, no es bueno inmovilizar al títere en una única forma o estilo, en un mismo repertorio eternizado.

¡Vivan los títeres! Esa frase que hemos pronunciado con alegría y esperanza en algún festival, en algún aniversario, en alguna reunión de titiriteros, no significa sino que estamos dispuestos a acompañarlos a la libertad de lo nuevo, a dejarnos sorprender por las miradas diferentes de otros que vienen de lejos, o de recién, de otros diferentes que hacen de los títeres algo que nunca imaginamos.

Entonces… ¡Que vivan los títeres!

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